La concentración parcelaria llevada a cabo en Campillo acabó con un minifundismo exagerado y abrió la posibilidad de la mecanización del campo. Esta organización de las tierras de cultivo en parcelas más extensas, donde fuera rentable la intervención de modernos tractores, cosechadoras y otra maquinaria agrícola, dio al traste con numerosos caminos, hormas, ribazos y zopeteros que ahora resultaban innecesarios por pertenecer al mismo propietario bancales colindantes.
Y esta reestructuración de la propiedad agrícola se llevó también la famosa Piedra del Tolmo. Los más jóvenes ni la han llegado a ver y a lo peor tampoco han oído hablar de ella. No es este el caso de los mayores, para quienes el paraje y el nombre les resultan familiares y aún tienen su imagen grabada en la retina. Al salir a la cerca o desde cualquier punto del Este del pueblo, se veía aquel mojón entre las tierras rojas de la vega y el gris de los cerros ascendentes hacia el Majano de la Virgen.
Su propio nombre, Tolmo, ya nos dice mucho de ella, porque un tolmo es lo mismo que un túmulo, es decir, una elevación artificial, de tierra o de piedra, que tiene que ver con los enterramientos, cuya ubicación señalaba. La Piedra del Tolmo de Campillo era un respetable hito pétreo, de unos cuatro metros de alzada y unos dos de diámetro, aproximadamente, clavada en el suelo y con una especie de huecos o entalladuras a modo de escalones que permitían el acceso a la parte superior.
Se puede decir de ella que era un menhir prehistórico, un monumento megalítico de la Prehistoria único en la provincia de Cuenca, emparentado cronológicamente con los dólmenes, los cromlechs y los alineamientos del segundo milenio antes de Nuestra Era, monumentos más frecuentes en el norte del país y en otras naciones europeas. Es decir, que posiblemente en Campillo teníamos un monumento prehistórico y el desconocimiento y la incultura de otras épocas lo destruyeron sin remisión, aunque por allí siguen medio enterrados los trozos que lo formaban. Nunca se hizo en el lugar una cata arqueológica, ni una prospección o estudio de campo para aclarar qué era aquella piedra enhiesta y clavada en el suelo, una señal en el horizonte campillano visible desde cualquier lugar de la vega.
En el año 1969 tuve una conversación con el que entonces era director del Museo Diocesano de Cuenca, don Salvador Alonso, quizá una de las mayores autoridades provinciales del momento en historia del arte, y no le cabía duda de que aquella piedra de Campillo de la que yo le hablaba y le pedía su opinión era un monumento megalítico, que necesitaba de un estudio histórico y de una ficha arqueológica. Al final nada se hizo y ha pasado a ser un elemento más de los muchos que han desaparecido de la historia de Campillo, por desidia e incuria de sus responsables, del que por no quedar no queda ni siquiera una fotografía que atestigüe su forma y aspecto, su colocación en el lugar, algún detalle característico, nada.
Los historiadores poco ortodoxos atribuyen a estos monolitos una explicación relacionada con el culto a los muertos y a la Gran Diosa Madre Tierra: serían marcadores de lugares con corrientes y vibraciones especiales, símbolos de fertilidad y de buenas cosechas en el ciclo agrícola, una suerte de calendario astronómico que conectaba la tierra más profunda con el cielo al que todo se dirigía y proyectaba, era un medio de poner en relación los allí inhumados con el Empíreo celeste y a la vista de sus descendientes que atendían el culto. Son señales y avisadores de lugares sagrados, de santuarios donde se reconforta el espíritu y donde se podía hallar remedio para los males del cuerpo y de la psique.
Al parecer son construcciones relacionadas con los caminos, lo que en el caso de Campillo se cumple a rajatabla porque muy cerca de allí discurría, como es sabido de todos, el Camino Real de Madrid a Valencia, paralelo o casi coincidente en el tramo campillano con la Cañada de los Serranos o del Reino de Valencia del Honrado Concejo de la Mesta, heredera en buena medida de antiguas veredas medievales y a la vez continuadora de sendas y caminos de herradura que nos llevarían hasta las épocas ibérica y romana, por donde circularían productos tan valiosos en aquellos momentos como la sal, el hierro y los ganados.
O sea, que no por casualidad se encontraba en Campillo la Piedra del Tolmo: era un nudo de caminos desde los albores de la historia, lugar de reposo para hombres y ganados y lugar sagrado donde rendir culto a la Diosa Madre, transformada y cristianizada por los avatares de la historia en Nuestra Señora de La Loma, albergada en un santuario orientado y con pozo druídico, y de todo eso y mucho más avisaba la Piedra del Tolmo.
Algunas personas han lanzado la propuesta de reponer en su sitio la abatida Piedra del Tolmo, e incluso se dice que no se llegó a romper y que los trozos que se ven esparcidos eran calzos u otras señales semienterradas en derredor. Pues sea bienvenida la idea, porque todo lo que suponga una recuperación de nuestra historia, de nuestra cultura, de nuestras tradiciones, ya es valioso por sí mismo y digno de apoyo. En este caso no solo se recuperaría el elemento, sino que a la vez se recuperaría un paisaje alterado que fue arrebatado a los campillanos, acostumbrados de por vida a salir al Palomar, a las eras del convento o al camino del Pozo Nuevo y ver clavado en el horizonte el monolito de la Piedra del Tolmo.
¿A que no es lo mismo, para quien lo ha conocido de otra manera, asomarse por San Roque y ver una casa que tapa su ábside, o una nave pegando al antiguo depósito de aguas, o uno de los dos molinos que ha desaparecido? Pues lo mismo pasa con el menhir de la Piedra del Tolmo. Algo falta en el paisaje, un referente de importancia que por las circunstancias ha desaparecido. Un elemento tan singular como aquel pasó incluso al imaginario popular, convirtiéndose en elemento de comparación al hablar de la talla de las personas, tamaño de algunos dulces, dureza de algunas cosas, longevidad de los humanos, etc.
Con la publicación del libro de fotos antiguas del pueblo, estuvimos muy atentos por ver si salía alguna que sirviera para documentar la piedra, pero nada apareció. Quizá fuera porque para llegar a ella había que ir a cruzabancal, no había una senda que facilitara el acceso y permitiera hacerse una foto después de un paseo, además de que la gente no tenía cámara fotográfica. Esperemos que cualquier día alguien nos sorprenda porque tuvo la feliz idea de retratarla y aparezca por ahí alguna foto escondida.
Mientras eso ocurre, solo podemos contarles a los más jóvenes que Campillo dispuso en su paisaje de una enorme piedra clavada en el suelo que bien podía tratarse de un menhir prehistórico, un monumento megalítico de hace miles de años.
Santiago Montoya Beleña, 2009
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