Cuevas y trullos: el Campillo subterráneo

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Buena parte de las antiguas casas de Campillo disponían en el subsuelo de unas dependencias troglodíticas o subterráneas que nos hablan de antiguas épocas de autoabastecimiento familiar. Me refiero a las cuevas, sótanos, trullos y trulletas, jaráices, silos y pozos que sus habitantes construyeron como lugar o medio de almacenaje, de conservación y de ocultamiento en épocas de escasez y pillaje de los productos de primera necesidad o de especial valor y duración.

Rara era la casa campillana que no tenía su cueva, más o menos grande, y provista de panzudas tinajas de diversos tamaños. Era tal la visión de futuro y la relación con el medio de las gentes de siglos pasados, que llama poderosamente la atención su inteligencia y las soluciones aportadas para solventar sus problemas y necesidades.

La realización de una cueva no solo proporcionaba un lugar de almacenamiento con una temperatura adecuada, fresca y constante en unos tiempos donde la electricidad era extraña, sino que también proveía a los vecinos de unos materiales de construcción bien baratos y a pie de obra con los que levantar sus casas.

Para ello, lo primero que había que hacer era abrir la cueva, cavar a fuerza de pico y pala el hoyo del que se extraería la tierra y dejar hueco suficiente para introducir las tinajas.

Después se rehacía la bóveda de tierra y se acondicionaban los accesos, a ojos de hoy estrechos e insuficientes para entrar tan grandes vasijas. Es decir, que primero se hacia el hoyo en la marga arcillosa y roja, después se metían las tinajas, se reconstruían las bóvedas y se reforzaban las paredes para permitir subir los muros y habilitar accesos.

Este era el proceso y de ninguna manera se hacían y cocían las tinajas dentro de la misma cueva, según piensan con poco acierto algunas personas. Para comprobar esto no hay más que acercarse a Villarrobledo y ver todavía en directo el proceso alfarero de la fabricación de tinajas en el obrador de la familia Padilla, de los pocos tinajeros que quedan ya en el país. Yo las he visto hacer usando la llamada «técnica de la boa«, en la que el alfarero pone sobre sus hombros una «boa» o gran culebra de barro que sirve para ir subiendo las paredes de la tinaja; después aplanan ese grueso rollo de arcilla con una paleta de nogal, golpeando y alisando para eliminar el agua y compactar el barro; los días siguientes colocan nuevas «boas» hasta finalizar la tinaja y, después de oreada lo conveniente, se pasa al gran horno de su misma medida.

Es decir, que las grandes tinajas se cuecen de una en una y solo las pequeñas pueden ser cocidas varias a la vez. Si en nuestras cuevas hallamos tinajas ennegrecidas, no es porque se hayan cocido allí mismo, sino que ese tono ahumado se lo han proporcionado los procesos de fermentación del vino, la acción de la posible humedad y el natural envejecimiento.

La tierra extraída del agujero de la cueva iba a servir para la fabricación de adobes, esto es, ladrillos sin cocer, hechos de barro mezclado con paja, o para hacer el tapial, una especie de encofrado realizado con la tierra, a la que se mezclaban piedras, guijarros, cal o yeso, todo amasado y bien apisonado en unos cajones o guardas de madera que permitían ir elevando las paredes de la casa, finalmente enlucidas y enjalbegadas.

Realizada la cueva y provista de tan voluminosos recipientes, ya puede la familia guardar y conservar en ella productos como el vino en fermentación o ya fermentado, el vinagre, el aceite, los cereales (trigo, cebada, avena, centeno … ), las legumbres (lentejas, yeros, garbanzos, guijas …), el agua, etc., todo ello en las grandes tinajas, y, repartidos por los escalones de bajada, la bocacueva, poyos y hornacinas, escriños y fresqueras, productos como las frutas, los encurtidos, el pan, las verduras, la chacinería de pronto consumo y la carne fresca, el botijo del agua y el porrón del vino.

Es decir, que la cueva funcionaba como un refrigerador natural, a más del uso terapéutico veterinario para bajar los calores del enlluecamiento o alimentar el imaginario infantil de la oscuridad, las profundidades y las criaturas misteriosas de una mitología inverosímil, cuando no servía de lugar de enterramiento para las placentas en los partos recientes, con la sana intención -se decía- de evitar que la parturienta tuviese excesiva sed en el futuro, si no es que de lo que se trataba era impedir que algún gato se apropiase y devorase una víscera de origen humano. Las cuevas también sirvieron para el cultivo del champiñón hace unas décadas y, en fin, nos hablan del respeto y la relación con el medio ambiente de la gente de antaño.

Parientes cercanos de las cuevas serían los sótanos o habitaciones asotanadas, con idénticas funciones, pero cuya diferencia estaba en que en estos últimos no se había (re)construido la bóveda con la arcilla, sino que se les hacía un techo plano o de revoltones, como el que pudiera hallarse en cualquier habitación de la casa.

Los trullos y las trulletas son los depósitos, grandes o pequeños, a los que mediante las canalizaciones adecuadas se conducía el mosto para su fermentación, obtenido del pisado de la uva en el lagar o jaráiz, que solía estar encima de la cueva y provisto de más tinajas para el almacenamiento de los productos.

En ocasiones, las cuevas, jaráices y portalejos disponían de silos o huecos excavados en la tierra, con las paredes endurecidas, encaladas o protegidas con el pico o parte baja de una tinaja rota o un lebrillo inservible por desportillado, que servían para guardar productos forrajeros, bulbos o melones en espera de ser consumidos.

Y, por último, cabe hablar de los pozos, normalmente de medianería, con los que abastecerse del agua necesaria para la higiene personal, la bebida de animales y personas y los pertinentes usos culinarios. El declive de estos pozos domésticos comenzó con la llegada del agua corriente a las casas, que, por no haber alcantarillado, primero fueron convertidos en pozos ciegos para recoger los desagües y, finalmente, cegados con escombros en las obras de remodelación de las viviendas.

Lamentablemente este patrimonio cultural está desapareciendo, se destruyen las cuevas, los trullos, y es cada vez más difícil encontrar un buen jaráiz. La sociedad actual de la opulencia en que vivimos se está cargando y elimina todo aquello que ya no sirve, se tiran demasiadas cosas, se hunden construcciones que han quedado obsoletas y, lo que es peor, no queda constancia de nada, no se registra ni su existencia ni la carga de sabiduría ancestral y popular que contienen. No estaría mal conservar algunos de estos elementos que comentamos, para el deleite y conocimiento de las generaciones futuras; las instituciones deberían tener más consideración y dedicarles alguna atención y recursos a estas construcciones de origen remoto que han permanecido en uso hasta nuestros días.

En Campillo hay todavía excelentes ejemplos de cuevas en casas que están en la memoria de todos, bien ventiladas, bien conservadas por sus dueños, y me vienen a la memoria las de Emiliano, Alejandro, Pili, Matilde o Mariano, por solo citar unas cuantas. Hay que conservarlas y no están reñidas con el confort y la comodidad o calidad de vida que deseamos hoy en día si se hacen las cosas como toca y los excelentes albañiles de Campillo saben hacer.

Y lo mismo cabe decir de las tinajas: hay que conservarlas, no hay que malvenderlas ni destrozarlas o sacarlas del lugar para el que fueron ideadas, no son piezas de jardín ni de estar a la intemperie, porque acaban deteriorándose.

En Campillo tenemos alguna (pequeña) tinaja fechada en el siglo XVII, y han aparecido abundantes restos de origen romano, es decir, que estamos ante piezas históricas y/o arqueológicas que merecen una respuesta positiva por nuestra parte.

Yo les invito a que vayan a Requena y contemplen el laberinto de cuevas y cavernas existentes en el subsuelo de su antiguo barrio de La Villa. El Ayuntamiento las ha comunicado entre sí y bien limpias y mejor iluminadas se han convertido en una atracción turística y cultural para los visitantes, que quedan sorprendidos ante estos vestigios del pasado tan curiosos. Vamos a ver si Campillo de Altobuey se hace famoso más por lo que tiene y conserva que por lo que tuvo y destruyó.

Santiago Montoya Beleña

2008

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